Los niños, guardianes del mundo invisible.
25/04/2025
Hoy, entre el mármol caliente del Zócalo y las sombras recortadas de las banderas, los niños caminaron como dioses recién nacidos.
Sus pasos, aún torpes y rientes, dibujaron sobre el suelo antiguo los nuevos senderos de la humanidad.
El Zócalo, piedra de siglos, los recibió como recibe la tierra a la lluvia: con grietas sedientas, con la esperanza secreta de renacer.
Y ellos, ajenos a la gravedad de los años, derramaron en el aire su risa, su grito, su danza errática y perfecta.
Decía Gutierre Tibón que todo lo visible es apenas un velo, y que detrás habita lo verdadero:
hoy los niños levantaron ese velo.
No con manos, sino con su sola presencia, con su sola mirada limpia.
Recordándonos —a nosotros, los oxidados— que la vida no es un deber… sino un juego que olvidamos cómo jugar.
En cada niño vibra un idioma perdido, un eco de la lengua primera que nombró al Sol, al Agua, al Sueño.
En su risa sobre el Zócalo, no escuchamos el español, ni el náhuatl, ni el mixteco: escuchamos la lengua olvidada del asombro.
La que antes de todo dijo: “Aquí estoy”.
Y eso bastaba.
Hoy, en el Zócalo de las Infancias, no fueron los gobernantes, ni los edificios, ni las estatuas los que mandaban.
Hoy, el imperio fue suyo.
Nosotros, humildes siervos de su alegría, solo pudimos mirar… y recordar.
No hay mejor paisaje que esas caritas pintadas, convertidas en pequeños lienzos vivos de color y risa.
No hay mejores coronas que esos peinados enloquecidos, altos como torres de sueños imposibles.
No hay mayor tesoro que esas miradas chispeantes, donde el mundo entero se ilumina cuando se reconocen felices.
Cada niño, en su particular desorden, es la partícula única de un universo que sigue naciendo, a pesar de nosotros.