My bro

07/05/2025

Detrás de la pantalla, en el umbral de un azul que recuerda al nácar de los dioses olvidados, está Lalo. Diez años de amistad que no caben en las cuentas de un calendario, porque hay vínculos que no se miden en minutos ni en horas, sino en las eternidades compartidas de las buenas conversaciones y los silencios cómodos.

Ahí está, inclinado sobre sus pensamientos como si fueran códices antiguos, descifrando la vida con esa mirada de quien ya ha cruzado varias veces sus propios desiertos. Al frente, la pantalla proyecta un paisaje de montañas moradas y cielos imposibles, pero la verdadera geografía está en ese rostro sereno, donde las tempestades ya han pasado y sólo queda la claridad de un horizonte amigo.

Lalo, cuyo nombre bien podría ser de un antiguo sabio o de un trovador de caminos, es de esos compañeros que aparecen justo cuando las brújulas se rompen. Y no para darte el norte, sino para recordarte que a veces perderse es también encontrar el rumbo.

Porque hay amistades que no son simplemente humanas, son relicarios donde guardamos lo mejor de nosotros, y Lalo es precisamente eso: un relicario viviente, donde el tiempo ha dejado oro en lugar de óxido.