Los Invisibles del Sol

06/05/2025

Afuera, donde la ciudad respira por las grietas y suda indiferencia en las banquetas rotas, alguien se sienta contra el muro —no espera, no sueña, no huye: simplemente está.
Envuelto en andrajos como en capas de siglos, acurrucado en la esquina donde la vida pasa sin saludar, donde los tacos ya no huelen ni las tortas nombran hambre.
No pide. No grita. Apenas se mueve. Su silencio duele más que cualquier discurso.

Frente a él, el mundo: una señora vestida de domingo, una bolsa con flores dibujadas, sandalias que conocen mejor el asfalto que los templos. Pasa. Mira sin mirar. O tal vez mira, pero no sabe qué hacer con lo que ve.

La calle es un templo sin dioses, un altar donde se ofrenda la dignidad. Y la ciudad, esa gran madre de concreto, ha parido hijos que ya no puede abrazar.
¿Es difícil vivir en la calle? ¿O es más fácil que vivir con miedo, con vergüenza, con promesas rotas?

En el fondo, lo más duro no es dormir en el suelo, sino ser parte del mobiliario urbano. Ser sombra en un día nublado. Ser pausa en el paso apresurado de los demás.

Y sin embargo, ahí está. Él. Ella. Ellos. Los invisibles.
Los que no caben en las estadísticas ni en las selfies.
Los que existen como prueba de que el mundo aún no es justo.