22/05/2025

En la penumbra púrpura del barrio López Portillo, el barman es centinela y alquimista. Su gorra ladeada es corona de asfalto, su gesto, un relámpago detenido. Detrás de la barra, entre botellas que parecen contener más que licores —quizá tiempo, quizá memoria—, mezcla no sólo tragos, sino destinos.
El barrio late al ritmo de su mirada. Él no sirve bebidas: convoca ausencias, agita silencios, destapa heridas dulces con nombre de mezcal o ron barato. Iztapalapa se bebe aquí, en vasos plásticos y luces de neón, mientras el mundo —fuera del bar— se desmorona lentamente, como un poema sin final.