Donde la tierra se amarra al pie
22/04/2025
En la avenida que cruje de calor y voces, entre lonas rojas como fuegos domesticados, David clava su sombra en el asfalto. Su puesto no es un puesto: es una extensión de su historia. Allí cuelgan los huaraches como flores secas que aún conservan perfume, como si cada par hablara en secreto con los pies que aún no los han calzado.
Llegan desde Michoacán, del corazón de Acámbaro, donde todavía hay manos que saben leer la piel como si fuera códice. Cada puntada, cada trenzado, es una forma de decir: “no hemos olvidado”. Pero cada vez son menos los que quieren aprender. Los talleres se enfrían. Los nietos ya no quieren coser, quieren teléfono. Las hijas ya no tiñen el cuero, pintan uñas. « Ya no deja », dice David con una calma que duele.
Y sin embargo, él viene.
Con su esposa, que entre trenzas y miradas sostiene el negocio como se sostiene una casa con los brazos. Y con sus hijos, que no están lejos ni distraídos: están allí, entre los huaraches, jugando, vendiendo, aprendiendo sin saberlo. Uno se sienta a ras del suelo, como si su silla fuera altar.
David no sólo trae huaraches, trae el peso del camino. Es comerciante, sí, pero también es puente. Cada par que cuelga, cada broche de colores que sostiene el calzado a la malla, es una pequeña resistencia. Porque allá, donde nacen, se mueren los talleres. Porque acá, donde se venden, el regateo no perdona. Porque en medio de esa doble herida, David levanta su altar cotidiano.
No lo dice, pero lo sabemos: sus hijos miran, sus hijos escuchan. Algún día —quizá— tomarán el cuero entre las manos y recordarán este momento. Recordarán el calor, los gritos del tianguis, los pies descalzos, y el olor del cuero recién tallado.
Y tal vez, solo tal vez, decidirán no dejar morir el oficio.
Porque hay huaraches que no solo calzan, también cuentan. Y hay hombres, como David, que no solo venden, también sostienen con su andar la última esperanza de una tradición que camina descalza sobre el filo del olvido.