Efrén

30/11/2024

Un padre miraba a su hijo con el corazón lleno de gratitud y asombro. Desde el instante en que aquel pequeño llegó a su vida, todo cambió; la rutina cotidiana se transformó en algo extraordinario, lleno de amor y propósito. Para él, tener un hijo era el mayor regalo que la vida podía ofrecerle, una fortuna invaluable que no daba por sentada ni un solo día.

Cuidarlo se convirtió en su misión más importante, una tarea que realizaba con dedicación y ternura. Cada pequeño detalle, desde las noches sin dormir hasta los momentos de enseñanza, le recordaba la grandeza de ser padre. Sabía que su hijo era una vida que dependía de él, no solo para ser protegido, sino también para ser guiado hacia el futuro con amor y sabiduría.

El padre comprendía que la vida no siempre sería fácil para su hijo. Por eso, le compartía las lecciones que había aprendido a lo largo de los años, no para moldearlo a su imagen, sino para darle las herramientas necesarias para encontrar su propio camino. Le enseñaba que el esfuerzo, la honestidad y la bondad eran valores fundamentales, y que aunque los desafíos pudieran ser grandes, siempre tendría la fuerza para superarlos.

Por encima de todo, este padre deseaba que su hijo supiera lo profundamente amado que era. Sin importar los errores que pudiera cometer o las veces que cayera, él siempre estaría ahí para ofrecerle apoyo, consuelo y confianza. Su amor no tenía condiciones ni límites.

El padre sentía un inmenso orgullo al ver cómo su hijo crecía y comenzaba a descubrir el mundo por sí mismo. Sabía que llegaría el día en que su pequeño extendería las alas y volaría hacia sus propios sueños, pero también sabía que, sin importar la distancia, su corazón siempre estaría con él.

Así vivía este padre, agradeciendo cada momento junto a su hijo, atesorando los recuerdos y las enseñanzas compartidas, y celebrando el privilegio de ser, para siempre, su guía y protector.