les Boléros à Iztapalapa

18/11/2024

El Oficio de los Boleros en Iztapalapa: Espejo de una Ciudad

Los boleros de Iztapalapa, como sombras que pulen la superficie del tiempo, han resistido en las esquinas y las plazas, bajo el sol que todo lo calcina y la lluvia que arrastra los días. Sus manos son el eco de un oficio antiguo, donde la técnica se transmuta en arte y el arte en un acto de memoria. Ellos, con sus cepillos y betunes, son alquimistas del pavimento, restauradores de un brillo que se pierde entre los pasos de una ciudad que avanza sin mirar atrás.

En el paisaje vivo de Iztapalapa, entre el bullicio de mercados como el de La Nueva Viga y la solemnidad de los peregrinos en el Señor de la Cuevita, los boleros se alzan como testigos de un vaivén perpetuo. Su trabajo, íntimo y público a la vez, revela una danza sutil entre el cuerpo y la herramienta, una comunión entre el que limpia y el que espera. Mientras el zapato recobra su esplendor, ellos escuchan y cuentan historias, forjan vínculos invisibles con quienes transitan por sus sillas.

El acto de lustrar un zapato es más que un simple gesto; es una metáfora de la vida misma. El cuero, desgastado por el camino, se somete al ritmo del cepillo, y poco a poco recobra su luz. Así, el bolero transforma el desgaste en renacimiento, como un artesano que reconstruye el día a partir de los escombros de la noche.

En el corazón de esta ciudad que nunca duerme, su oficio es también resistencia. Mientras el mundo se adentra en la vorágine de la modernidad, donde todo es desechable y nada permanece, los boleros defienden con sus manos un tiempo más lento, un tiempo donde la conversación aún importa. Su oficio, como una llama tenue, persiste en medio del olvido, resistiendo al anonimato de la maquinaria urbana.

Pero el brillo no basta para ocultar las grietas. Los boleros, como otros oficios del margen, cargan el peso de la precariedad. Sin redes que los sostengan ni seguridades que los protejan, trabajan a merced de un sistema que los ve como espectros en un espejo empañado. Y sin embargo, ahí están: tercos, vitales, necesarios.

En Iztapalapa, el bolero no es solo un hombre o una mujer con un trapo en la mano. Es un símbolo de la vida cotidiana, un guardián de los pequeños rituales que nos humanizan. A través de sus gestos se entreteje una narrativa más amplia, una donde la ciudad y su gente dialogan sin palabras. En cada zapato reluciente hay un reflejo del alma urbana, una chispa de dignidad que persiste, luminosa y humilde, bajo el polvo del día.

Porque, al final, el bolero no solo limpia el calzado. Con cada movimiento, pule también las huellas de una ciudad que avanza y se recuerda, que se desgasta y se renueva, una y otra vez, como los pasos que nunca dejan de andar.