Arturo y Nube: tratado breve sobre una amistad

13/09/2025

Arturo —nombre que algunos rastrean a Artorius, y otros al celta de “oso” y “héroe”— pedalea sin prisa. A su costado corre Nube, cuyo nombre viene del latín nubes: cuerpo de agua suspendido, promesa de lluvia. Él traza la ruta; ella, el compás. En esa cuerda invisible que los une (una correa que es, antes, confianza) se lee un pacto antiguo: fides, de donde viene fidelidad, fe puesta en movimiento.

Se dice “compañero” y se olvida que compañero es quien comparte el pan (cum panis). Arturo y Nube comparten otra ración: el aire de la mañana, el charco que espejea, el pulso de la ciudad. El origen de “amigo” —amicus, de amare— confirma lo obvio: amar es andar juntos. Y aunque “perro” tenga etimología esquiva, la lengua conservó su certeza en “canino”, de canis: diente que sujeta, como sujeta la vida cuando encuentra sentido.

No hay juicio en el hocico de Nube: hay olfato. No hay prisa en Arturo: hay escucha. Entre ambos la electricidad de una torre y el rumor del asfalto se vuelven menor ruido. Parecen amigos de meses, pero la gramática de su gesto es de siempre: llegar, mirarse, decir sin palabras “estoy”.

Que esta imagen nos sirva de tesis tranquila y propositiva: en una ciudad que a veces separa, el vínculo humano–perro vuelve a trazar comunidad. Hagamos sitio —banquetas, ciclovías, parques— para que más Arturo y más Nubes ejerzan el antiguo arte de caminar juntos. Sin prejuicios: sólo el acuerdo más simple y más alto de todos, el de acompañarse.