El sonido de los tubos
12/12/2024
La Sinfonía de los Sueños: Los Jóvenes Organilleros de Avenida Tláhuac
En el corazón de la Avenida Tláhuac, donde la modernidad de los vagones del Metro se encuentra con la esencia ancestral de los barrios de origen lacustre, se escucha un sonido peculiar: el lamento melódico del organillo. Es un sonido que trasciende los límites del tiempo y resuena en los pliegues más profundos de la memoria colectiva. Quien lo escucha no permanece indiferente; hay en esas notas un llamado que evoca los mercados bulliciosos de antaño y las calles empedradas que aún conservan el eco de una ciudad que ya no existe.
Los jóvenes organilleros que transitan por esta avenida son figuras singulares, a la vez marginales y fundamentales. Portan en sus hombros una caja de madera gastada, pintada de amarillo, que parece fuera de lugar en un mundo dominado por pantallas digitales y audífonos inalámbricos. Sin embargo, es precisamente esta disonancia la que los convierte en un símbolo vivo de resistencia cultural. Mientras otros de su edad se sumergen en el bullicio de las redes sociales, ellos eligen recorrer las calles, sosteniendo en sus manos el mecanismo de una nostalgia que no les pertenece, pero que han hecho suya.
“Tocar el organillo es trabajo, pero también recuerda cosas bonitas a la gente”, explica uno de ellos mientras gira con destreza la manivela de su instrumento. La frase, sencilla en su enunciado, encierra una verdad más compleja: los organilleros no solo trabajan, sino que ofician como mediadores entre el presente y el pasado, entre las historias olvidadas y las vidas que todavía tienen algo que decir.
En sus manos, el organillo deja de ser una máquina musical para transformarse en un puente de emociones. Los dedos recorren la manivela con precisión, mientras la mirada se pierde en las expresiones de los transeúntes. Algunos ignoran el sonido, apresurados por las exigencias del día. Otros, sin embargo, se detienen un momento, como si ese sonido los obligara a reconciliarse con un fragmento perdido de sí mismos.
Hay algo profundamente poético en la juventud de quienes tocan este instrumento. En sus rostros aún no marcados por el tiempo, se encuentra un aire de serenidad que contrasta con la velocidad impaciente de la ciudad. Su oficio, aprendido de generaciones mayores, es una forma de herencia viva. Pero no es un legado pasivo; han comenzado a reinterpretar su papel, integrando canciones populares contemporáneas o compartiendo videos en redes sociales para conectar con nuevas audiencias.
El sonido del organillo en sus manos se convierte en una metáfora de su propio tránsito por la vida. Cada vuelta de la manivela, cada melodía repetida, representa no solo la persistencia de una tradición, sino también el giro incesante de sus propios sueños y aspiraciones. Al final del día, uno de ellos reflexiona: “Quiero estudiar música, pero esto me ayuda a entenderla de otra forma”.
Así, los jóvenes organilleros de Avenida Tláhuac no solo cargan el peso de sus instrumentos, sino también el de un pasado que resiste a desvanecerse. Al recorrer las calles con sus melodías a cuestas, parecen recordarnos que la tradición no es un ancla que inmoviliza, sino un timón que puede guiarnos hacia nuevos horizontes.