La música sonidera no sólo acompaña el camino del peregrino: lo sostiene, lo empuja y lo vuelve comunidad
11/12/2025
En Iztapalapa, cuando la noche cae sobre avenida Tláhuac, no todo es cansancio ni silencio. De pronto, entre el concreto, los pasos y las luces de los coches, aparece el milagro sencillo: un sonidero prendido, una bocina que no pregunta de dónde vienes ni cuántos kilómetros llevas, sólo te dice —con cumbia y saludo— que sigas, que no estás solo.
Ahí va la gente rumbo a la Basílica, con los pies adoloridos pero el ánimo tercamente vivo. Y entonces suena la música: un saludo para los peregrinos, para el barrio, para la Virgencita. La cumbia se mete en las piernas, endereza la espalda y hace que el paso vuelva a ser firme. No es espectáculo, es apoyo. No es fiesta, es acompañamiento.
Alguien se acerca con un vaso de ponche humeante —muy rico, como debe ser—, y en ese gesto cabe todo: la hospitalidad popular, la solidaridad sin discurso, la fe que se expresa mejor compartiendo que predicando. Música, calorcito, palabras de aliento. Eso también es peregrinar.
Así, muchos vecinos se vuelven parte del camino. No caminan hasta la Basílica, pero empujan a otros a llegar. Con sonideros, con comida, con ánimo. Y uno entiende que esta marcha no se sostiene sólo por la fe, sino por el barrio que la respalda.
Porque cuando el cuerpo ya no quiere, la cumbia sí.
Y cuando el cansancio pesa, el agradecimiento pesa más.