Fermin Bike
11/10/2025
En las calles polvorientas de Iztapalapa, donde el sol cae pesado sobre los techos de lámina y el rumor de los camiones se mezcla con la vida, hay un taller que respira historia. Entre llantas colgadas y engranajes que guardan memoria, un hombre —de manos curtidas y mirada serena— da nueva vida al metal dormido.
Desde hace cuarenta años, en las colonias de Casa Blanca y El Rodeo, su oficio ha sido una forma de oración: cada bicicleta que repara es una plegaria rodada, un acto de fe en el movimiento. Él conoce el lenguaje secreto de las cadenas, el pulso de los radios, el alma de cada rueda que vuelve al camino.
No hay diploma que avale su maestría, sólo el respeto de quienes llegan con una bicicleta herida y se marchan con esperanza. Sus dedos, como antiguos escribas, narran historias sobre ejes y tornillos. Y en su taller —ese santuario de grasa y paciencia— el tiempo no se gasta, se afina.
Él no arregla bicicletas: reconstruye destinos. En cada pedal ajustado hay un eco de libertad, en cada freno que vuelve a funcionar, una promesa de regreso.
Porque en el corazón de Iztapalapa, entre Casa Blanca y El Rodeo, vive un hombre bueno que ha hecho de su oficio un arte y de su arte una manera de amar al mundo, una vuelta más a la rueda infinita de la vida.