Rafael Ramírez, tinta viva

09/09/2025

Rótulo: palabra que viene de rotulus, el rollo donde se escribía el anuncio del mundo. En la pared, ese antiguo rollo se ha vuelto epidermis de ciudad. Allí se dejan constancias: lo que se vende, lo que se sueña, lo que resiste. La calle es un gran pergamino al que la lluvia borra y el sol vuelve a fijar con una tinta más tozuda.

Rafael Ramírez trabaja sobre ese pergamino. No aprendió en pupitre, sino en banqueta: al compás del tráfico, con el viento que seca demasiado pronto y el polvo que exige paciencia. Sus utensilios son de una exactitud humilde: pinceles y brochas de varios anchos; botes de pintura abiertos como flores que no se marchitan; medias botellas domesticadas en paletas, donde la alquimia del barrio convierte dos tonos tímidos en un color que habla fuerte. Un trapo, como borrador y misericordia; un frasco negro para las líneas que dan peso a la letra. En su oficio no hay adorno superfluo: hay resolución.

Hoy, Rafael y un joven miran el muro como se mira un horizonte. El dibujo avanza con seguridad de viejo conocido: las letras prometen abarrotes —voz de abasto y vecindad—, vinos y licores —el rito menor de la celebración—, y un héroe de trazos eléctricos lanza su energía sobre la fachada. Las sílabas fulgurantes de Kame Hame Ha prenden en el estuco como un relámpago que no daña: señalan. También habla el número —24 HRS.—, nuevo glifo urbano: el tiempo doméstico aquí se doblega, la tienda no duerme.

No es raro: desde los antiguos pintores de signos hasta los maestros del filete y la sombra paralela, el rótulo ha hecho de la pared un diccionario a cielo abierto. Cada negocio añade su voz y sus colores; el barrio, su acento. Se pinta para vender, sí, pero también para pertenecer: la esquina adquiere nombre propio cuando la mirada reconoce la letra y el gesto.

Cuando el último trazo seque, que se abran las puertas: Abarrotes, Vinos y Licores Kame Hame Ha inaugura su sitio en el mapa íntimo de la colonia. Que entre la luz, que circule la conversación breve de mostrador, que el pan regrese con su olor de casa. El crédito —silencioso y nítido— queda en la pared: Rafael Ramírez, rotulista. Y el barrio, lector de tiempo completo, sabrá leerlo.