chicharrón preparado CDMX
03/12/2024
La Bendición del Chicharrón Preparado
En el cruce de los sabores cotidianos y los rituales sencillos que alegran la vida, está el chicharrón preparado, esa obra de arte popular que no necesita mantel ni etiqueta, pero sí dos manos firmes y amor de quien sabe preparar con maestría lo que en otros sitios es apenas un antojo. Es, para quien lo prueba, una bendición terrenal, un milagro crocante que se deshace entre los labios, pero que antes deleita la vista con su montaña de ingredientes generosos.
Todo comienza en el puesto de lámina y madera, allá por las calles del pueblo de Tezonco, donde una mujer, de rostro curtido por el sol y el tiempo, se apodera del escenario con manos firmes y sabias. A sus cincuenta años, lleva en la mirada la confianza de quien ha alimentado a generaciones enteras. La escena se despliega sin prisas: un chicharrón del tamaño de una cometa es colocado sobre una bandeja de metal que apenas lo soporta. Es dorado, frágil, y bajo el sol resplandece como una promesa cumplida.
Con un cuchillo pequeño, la señora aplica movimientos rápidos, casi ceremoniales, y comienza a untar la crema con una precisión envidiable. La crema, densa y blanca, se esparce como una nube sobre la superficie rugosa. Luego vienen los cueritos, esa delicia gelatinosa y ácida que baila al ritmo de la salsa y el limón, colocados con cuidado sobre la crema. Le siguen las tiras de col fresca, crujiente y pálida, que equilibran el plato con su textura delicada, como si el verde fuera un pequeño respiro en medio del festín.
La mano vuelve a moverse, ahora cargada con jitomate cortado en rodajas, rojo y jugoso, que se acomoda sobre la col como si el tiempo se detuviera para admirar la escena. Y luego, el golpe maestro: las rodajas de aguacate, tersas y verdes, que se deshacen solo con mirarlas, colocadas como un regalo final, un tributo a la generosidad de la tierra.
La salsa no puede faltar: espesa, picosa, con el justo nivel de agresividad que hace sudar, pero que devuelve la vida. Un toque de limón cae en cascada y el chicharrón cobra vida, unificado, brillante. La señora extiende el brazo y te lo entrega con una sonrisa que no necesita palabras. “Provecho”, dice con esa voz que solo tienen las mujeres que llevan toda la vida sirviendo platillos que reconfortan el alma.
El primer bocado es un choque de texturas y sabores. La dureza del chicharrón cede ante la suavidad de la crema, el ácido de los cueritos se mezcla con la dulzura del jitomate, la frescura de la col abraza el aguacate, y la salsa, ardiente y perfecta, termina de sellar el pacto. Es una experiencia que te regresa a la tierra, a la raíz de lo auténtico, donde comer no es solo alimentar el cuerpo, sino también el espíritu.
Al terminar, mientras limpias los dedos y dejas el último suspiro en el papel, te das cuenta de que el verdadero lujo no está en las mesas finas ni en los menús interminables. Está aquí, en la sombra de un árbol de Tezonco, en las manos fuertes y cariñosas de quien conoce la receta de la felicidad: un chicharrón preparado, hecho con cariño, con tiempo y con la certeza de que lo simple puede ser divino.