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Los brazos de Sofía
A la salida del CRIT, cuando la mañana todavía no ha sacudido el polvo de los camiones, Sofía carga a Alonso como quien sostiene un pequeño sol que aún no aprende a girar. No hay apuro, no hay pena. Sólo la firmeza del amor cotidiano, ese que no presume, pero lo sostiene todo.
Alonso —hijo de Ismael, nieto de quién sabe cuántas esperanzas— tiene hidrocefalia, una palabra pesada para un cuerpo tan pequeño. Pero hoy no pesa. Hoy, en el umbral entre Periférico y Iztapalapa, es solo un niño abrazado al pecho de su madre. Un niño que ha aprendido que volar también puede hacerse con terapia, con rutinas, con los cantos suaves de la resiliencia.
Sofía, como las mujeres antiguas que cargaban al maíz, a sus muertos y a sus dioses, lleva a su hijo con la misma entereza con la que se sostiene el mundo. Vienen de la Venustiano Carranza, cruzando la ciudad como se cruzan los ríos: con fuerza subterránea.
No hay épica aquí —diría cualquiera distraído—, pero se equivocaría. Porque el acto de cuidar es una forma profunda de poesía. Y en cada paso de Sofía resuena algo antiguo: una madre que no se cansa, un hijo que aprende el ritmo de la tierra desde los brazos que lo acunan.
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Los Mendoza, guardianes del filo
Allá donde el silbido de una flauta metálica anuncia su paso, aparecen los Mendoza: afiladores de tiempo completo y memoria larga. Desde hace más de cuatro décadas caminan la ciudad empujando la esmeriladora como quien arrastra un altar ambulante. No venden filo: lo devuelven. En su taller rodante, cuchillos, machetes, tijeras y hoces vuelven a tener lengua, vuelven a hablar.
Su oficio, transmitido en la calle, no conoce relojes ni oficinas, pero sí madrugadas, reparaciones urgentes y clientes que agradecen el filo preciso que corta sin herir. Son parte de una cultura de trabajo que no figura en los censos ni en los currículos, pero que da forma al pulso cotidiano del barrio.
Los Mendoza no sólo afilan: resisten. Cada vuelta de piedra es también una vuelta de historia, una forma de mantener encendida una técnica, una ética y una forma de andar el mundo.
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Teresa en train de travailler
Teresa, brújula de lo común
Ahí está Teresa, sentada en el extremo de la mesa, con el chaleco como escudo y la voz como herramienta. Rodeada de rostros expectantes —en su mayoría mujeres, madres, trabajadoras, tejedoras del día a día—, Teresa no levanta la voz, pero la hace oír. No impone, sino que orienta. No ordena, sino que explica. Ella no entrega una dádiva, sino que media el acceso a un derecho.
Hace no mucho se les llamaba servidoras, palabra ambigua que mezclaba el gesto noble con la obediencia callada. Hoy son orientadoras, y en esa mutación semántica hay una afirmación de dignidad: ya no sirven, orientan. Caminan con los vecinos, no detrás ni delante. Son brújulas humanas en el mapa denso de la ciudad.
Esta imagen, tomada en alguna mañana agitada de Iztapalapa, capta más que un trámite: captura el pulso cívico de las colonias Sideral y Leyes de Reforma segunda sección. Porque Teresa, como otras orientadoras, no solo registra para el programa MERCOMUNA; construye confianza, escucha inquietudes, aclara dudas, devuelve al espacio público un rostro y una palabra.
Y mientras alguien en la fila aprieta un folder o repasa un CURP, Teresa continúa, paciente y firme, haciendo de su silla un punto de anclaje comunitario. Con cada firma, con cada explicación, con cada mirada, sostiene lo que a veces el Estado olvida: que no hay política pública sin rostro, sin calle, sin vínculo.
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Pillo Monster, muralista de Tezonco
Pilar, quien firma con el nombre guerrero de Pillo Monster, no pinta por encargo ni por moda. Ella traza con temple de origen: con el brazo derecho del arte y el izquierdo de la memoria. Nacida y criada en Iztapalapa, y radicada en Lomas de San Lorenzo Tezonco, se ha erguido como cronista visual de su barrio, donde los muros se vuelven códices, y la brocha, vara de adivinación que hurga en el subsuelo de los recuerdos.
La vemos hoy, tiza en mano, frente a una barda perimetral que antes era solo concreto. Ahora, por su intervención, se transforma en un lienzo que habla, canta y recuerda. No retrata una historia oficial, sino la historia sentida: casas de adobe, volcanes tutelares, nopaleras, danzantes y cielos cubiertos de estrellas que han visto crecer generaciones enteras entre polvo, rebeldía y ternura.
La obra que realiza no es sólo muralismo; es una cartografía afectiva que mezcla símbolos, ritmos populares y saberes de barrio. En su trazo conviven el maíz y el machete, la bicicleta y la montaña, el mito y el presente. No hay en ella nostalgia decorativa, sino una afirmación orgullosa: esto somos, esto seguimos siendo, a pesar de todo.
Pillo Monster no necesita que el arte le sea explicado, porque lo vive. Su estética está empapada del calor del periférico, de la música de tianguis, de las sombras de eucalipto en medio del asfalto. Su mirada no romantiza ni denuncia: dignifica. Reconstruye la dignidad de su territorio con cada pincelada que le arranca al muro lo que éste no sabía que contenía.
Y así, mientras las bardas se blanquean para olvidar, ella las oscurece para recordar. Pillo Monster, desde su trinchera visual, levanta un mural como quien levanta un altar, no para adorar el pasado, sino para hacerlo presente. Como una deidad menor del maíz y la cantera, esta artista iztapalapense inscribe su nombre no sólo en la pintura, sino en la historia viva de Tezonco.
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Los nenes
Los rostros de la infancia son mapas que aún no han sido cartografiados, pero que ya guardan rutas invisibles hacia lo esencial: la confianza, el juego, la ternura.
En esta imagen hay algo más que colores y miradas. Hay un pacto tácito, de esos que no necesitan palabras ni promesas, porque se sellan con la risa compartida y con el roce de hombros en la escalera del parque. Hay también una promesa del mundo: que la amistad puede ser escudo, que el amor fraterno existe incluso antes de saberse nombrar.
Como decía un sabio antiguo: ‘Todo niño es una semilla de eternidad’. Y aquí están, juntos, resistiendo el olvido, como un pequeño linaje de luz en medio del ruido adulto.
Quien tiene un amigo así en la infancia, tiene una patria para siempre.
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Polígono 16 – Iztapalapa
Nos visita nuestra JUD Yael.
En esta imagen no solo vemos un equipo: vemos una comunidad, una red de afectos y voluntades que caminan juntas por el territorio. Desde el buen Yaotzin, hasta Teresa, cada persona aquí cumple una función esencial. Nuestros menores no son solo compañía: son motor, impulso y brújula emocional de nuestra labor.
Como orientadoras —antes llamadas servidoras— sabemos que el trabajo territorial no es sencillo: cada una de nosotras carga con el esfuerzo físico de recorrer las calles, subir cerros, atravesar escaleras, cargar cajas y materiales; y al mismo tiempo, con la exigencia mental de saber explicar, orientar, registrar y contener. Salir a trabajar en las colonias de Iztapalapa es una tarea que implica cuerpo, cabeza y corazón.
Nuestra labor vinculatoria entre gobierno y sociedad se basa en algo simple pero poderoso: la posibilidad de tocar una puerta. Esa acción, aparentemente sencilla, encierra todo un universo. Nunca sabemos quién abrirá, cómo nos recibirá, ni qué historia escucharemos. Puede ser un buen encuentro, una respuesta hostil o simplemente un momento que no sabíamos que necesitábamos vivir.
El Polígono 16 no es solo un espacio territorial: es un equipo que acompaña, escucha y construye desde abajo. Porque cada visita es una posibilidad.
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Mis compañeras y compañeros
En la frágil penumbra que antecede al alba, cuando la luna aún se aferra a las cornisas del Centro Histórico y el aire huele a maíz recién despierto, mis compañeros y compañeras de Participación Ciudadana —orgullosos hijos e hijas de Iztapalapa— ya caminan con paso firme rumbo al Zócalo. Son las 6:45 a. m. y, como escribiera Gutierre Tibón sobre los antiguos correos del Anáhuac, parecen mensajeros “con la palabra en el pecho y el deber en los talones”.
Bajo la sombra altiva de la Torre Latinoamericana, forman una fila que no es fila, sino serpiente luminosa: cada rostro lleva el brillo de mil amaneceres cargados en los bolsillos. Portan la mochila repleta de tarjetas del programa “Desde la Cuna” —pequeños talismanes de futuro— y un libro invisible donde apuntan, casa por casa, el pulso de la ciudad que late detrás de cada puerta.
Su tarea no es sólo repartir plástico y números; es tejer confianza. Tocan timbres, saludan abuelas, escuchan dudas, comparten instrucciones; vuelven a tocar, a explicar, a sonreír. Son cartógrafos de la esperanza cotidiana: dibujan con pasos los contornos de una Iztapalapa vasta, broncínea y viva, donde cada calle es un capítulo y cada beneficiaria una semilla recién sembrada.
Si la urbe es un cuerpo, ellos son su sistema circulatorio: llevan nutrientes a los rincones más escondidos y regresan con noticias frescas para el corazón del gobierno. Y lo hacen sin estridencia, con la discreta grandeza de quienes saben que el verdadero reconocimiento se pronuncia en voz baja, como una bendición.
Tibón decía que las palabras poseen raíces profundas, “como raíces que se beben la lluvia de los siglos”. Así, la palabra servicio germina en sus manos. Así, la palabra comunidad florece en su agenda. Y así, cada amanecer repetido es una página más en el gran códice de la Ciudad de México, escrita con sudor, pasos y sonrisas.
Quede este texto como modesta ofrenda: un puñado de sílabas para honrar la hazaña diaria de levantarse antes que el sol y abrazar, con entrega y ternura, el porvenir de quienes apenas empiezan a caminar. Porque ustedes, compañeros de Iztapalapa, son gigantes de carne y barrio que sostienen la urdimbre invisible de nuestra ciudad.
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A los que moldean el dolor
Homenaje al arte de enyesar
Hay oficios que no hacen ruido,
pero sostienen al mundo.
Con manos cubiertas de yeso
y ojos entrenados en la fractura,
ustedes —médicos del hueso roto—
no sólo alinean el cuerpo,
sino también el ánimo quebrado.
Su taller no es blanco por pulcritud,
sino por polvo de reconstrucción.
El cubo, la venda húmeda,
el molde que abraza el hueso,
todo es parte de un rito ancestral:
dar forma al dolor para que sane.
Gracias por tomarnos entre sus manos
como quien recoge algo frágil,
no para juzgarlo,
sino para darle nueva vida.
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