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Un abuelo
Tener un abuelo es un regalo inmenso.
Es como contar con un sabio en casa, alguien que guarda en su memoria los relatos más fascinantes y las lecciones más valiosas de la vida. Un abuelo no solo es parte de tu familia; es un puente vivo hacia el pasado, una conexión con raíces y tradiciones que enriquecen quién eres.
Es emocionante escuchar sus historias, sentir la calidez de su risa y aprender de su experiencia. Con su presencia, cada día puede convertirse en una lección de vida o en un momento para compartir risas y abrazos. Sus palabras, incluso las más simples, tienen el poder de quedarse grabadas para siempre.
Tener a tu abuelo es saber que hay alguien que te ama incondicionalmente, que te observa con orgullo y que siempre estará dispuesto a guiarte. Es un privilegio que nos enseña a valorar los pequeños momentos, esos que se convierten en recuerdos imborrables.
Cuidar y pasar tiempo con un abuelo es construir un legado compartido, es celebrar la vida a través de las generaciones. Y sobre todo, es recordar que, con ellos, la familia no es solo un vínculo de sangre, sino un tesoro lleno de amor y sabiduría.
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Félicitations pour ces 10 années Juan
En la vasta y compleja Ciudad de México, donde el tiempo se deshilvana entre sus calles vibrantes, existe una rutina que brota con la calma de las mañanas y el murmullo de los parques. Hoy celebramos a Juan, quien durante diez años ha sido un caminante incansable y guardián de las almas caninas que le acompañan. Esta imagen, tomada en el corazón de Iztapalapa, plasma con fidelidad la nobleza de su oficio y el vínculo inquebrantable entre el hombre y sus fieles compañeros: Trufa, con su mirada serena; Preta, siempre alerta como sombra vigilante; Mona, en su sutil danza sobre la banqueta; Sanya, observadora paciente del mundo; y Duster, fuerte y estoico, con una dignidad que pareciera heredada de sus ancestros.
Juan no solo camina: teje historias con cada paso, en un paisaje que respira el pulso mismo de la ciudad. Entre árboles que filtran la luz y fachadas de colores encendidos, su andar ha sido testigo del devenir de Iztapalapa: risas infantiles, charlas de mercado y los ecos que solo un barrio lleno de vida puede ofrecer. Diez años en los que la brisa ha llevado consigo ladridos alegres y el eco de las correas que tintinean como un metrónomo cotidiano.
Pero este no es un paseo cualquiera: es un acto de amor y compromiso, un oficio en el que la paciencia, la responsabilidad y el cariño son la brújula. Gracias a Juan, Trufa, Preta, Mona, Sanya y Duster no solo caminan: florecen. Él conoce cada rincón del parque, cada banqueta desigual y cada sombra amiga que da cobijo en las horas más calurosas. En esta imagen se cristaliza la vida misma: el cuidado diario, la rutina que se vuelve poesía y el caminar como acto de conexión entre el ser humano, los animales y la ciudad.
Hoy, a diez años de aquel primer paseo, celebramos a Juan y su silenciosa pero inquebrantable labor. Porque en un mundo que parece ir demasiado aprisa, él nos recuerda que caminar juntos es un acto de amor, un arte en movimiento.
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Jesus desde las alturas
La Audacia de los Arquitectos del Viento
Entre los elementos más llamativos de las sociedades urbanas modernas se encuentran los albañiles, cuyo quehacer transcurre en un espacio liminal: ni firmemente enraizado en el suelo ni totalmente abandonado al cielo. Observándolos desde la distancia, se percibe la danza precisa de cuerpos que desafían la gravedad, como si fueran habitantes de un plano intermedio que no nos pertenece del todo a los que caminamos sobre la tierra.
Durante mis jornadas de observación, me integré a un grupo de albañiles que trabajaban en un edificio en construcción, cuyos andamios ascendían hasta el quinto piso. Al principio, mi mirada novata se centraba en sus herramientas: la cuchara de albañil, los cubos de mezcla, las poleas improvisadas que llevaban cemento hacia las alturas. Sin embargo, pronto comprendí que los verdaderos instrumentos de su arte eran sus propios cuerpos, entrenados en un equilibrio preciso, casi coreográfico.
En su disposición para trabajar a decenas de metros sobre el suelo, los albañiles despliegan un tipo de audacia que va más allá del simple coraje físico. « Hay que aprender a confiar en tus pies », me dijo Joel, un albañil veterano que había pasado más de dos décadas en la profesión. « El andamio puede tambalear, pero si dudas, te caes ». La frase, a medio camino entre la advertencia y el consejo existencial, resumía una forma de habitar el mundo que dependía de un delicado balance entre confianza y respeto al peligro.
En las alturas, los movimientos de estos hombres dejan de ser meramente funcionales y se convierten en una coreografía inconsciente. Joel y sus compañeros parecían danzar sobre las vigas y los tablones. Sus pasos, medidos y certeros, eran acompañados por el ritmo del trabajo: el crujido de la madera bajo sus botas, el golpe del martillo, el suave chasquido de la mezcla extendida sobre los ladrillos. Aunque cada tarea parecía repetitiva, su ejecución tenía un aire de ritual, una serie de acciones transmitidas por generaciones de constructores.
La audacia de estos hombres no solo reside en la capacidad de soportar el vértigo, sino también en la confianza absoluta en su comunidad de trabajo. El albañil que mezcla el cemento en el suelo lo hace con la certeza de que su compañero en lo alto recibirá la cubeta sin titubear. Cada tarea está profundamente interconectada, y el trabajo en las alturas se convierte en una metáfora del tejido social mismo: una red de confianza mutua donde cualquier falla podría tener consecuencias irreparables.
En este sentido, los albañiles no son solo constructores de edificios, sino también arquitectos de relaciones humanas. Desde lo alto, contemplan la ciudad, pero no como un paisaje distante, sino como un espacio que han contribuido a moldear con cada ladrillo, cada mezcla y cada tabla. Su audacia, entonces, no se limita a desafiar el vacío, sino que reside también en la capacidad de transformar el mundo, elevándose por encima de él, aunque sea momentáneamente, para recordarnos que las alturas no son el privilegio de los pájaros, sino también de aquellos que saben construir su camino hacia ellas.
Agradezco a Jesús , quien me permitió tomar la fotografía, justo para el recuerdo de un amigo .
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Bibi y Negra
« Compañeros de ruta »
En cada paso y cada pedaleo, la verdadera amistad se construye sin palabras. Un lazo invisible, pero tan fuerte como el viento que acompaña el camino. No importa cuán larga sea la distancia o lo complicado del sendero; el uno tiene al otro, avanzando juntos hacia cualquier horizonte. Porque en la vida, pocas cosas son tan sinceras y leales como la compañía de un perro, siempre fiel, siempre dispuesto.
Amigos para siempre, en dos ruedas y cuatro patas.
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Omar Yemen
La bicicleta como símbolo cultural y social
La bicicleta, más allá de ser un simple medio de transporte, se ha convertido en un símbolo de transformación social, resiliencia y libertad. Para el ciclista, pedalear no solo implica desplazarse, sino también conectar con el espacio urbano de una manera íntima y consciente. La ciudad, que para muchos representa un caos, se transforma desde el sillín de una bicicleta en un paisaje accesible, donde el ritmo del cuerpo se sincroniza con el entorno. En cada pedaleo, los ciclistas reivindican el derecho a habitar y recorrer las calles de otra forma, más humana y menos mecanizada.
Desde una perspectiva antropológica, la bicicleta representa la relación del ser humano con su cuerpo y su entorno. A diferencia del automóvil, donde la máquina se convierte en una extensión del ser humano, el ciclista fusiona su esfuerzo físico con el movimiento de la bicicleta, creando una interacción donde la tecnología no suplanta al cuerpo, sino que lo complementa. Es una extensión de la capacidad humana, donde la velocidad se logra a partir del esfuerzo, y no de la combustión. Esto otorga a la bicicleta un carácter democrático y accesible, permitiendo que cualquier individuo, sin importar su clase social, pueda dominar su uso.
Sociológicamente, el ciclismo urbano ha dado lugar a nuevas formas de comunidad y resistencia. Las rodadas, las marchas ciclistas y los grupos organizados no solo buscan un espacio seguro para moverse, sino también transformar la cultura vial. Aquí, la bicicleta es una herramienta de protesta, un vehículo que cuestiona la supremacía del automóvil y del individualismo extremo. Se promueve una movilidad incluyente, ecológica y saludable que redefine la forma en que nos relacionamos con nuestras ciudades y con los otros. Pedalear es un acto político, un gesto que desafía la alienación contemporánea y propone un retorno a la escala humana.
Por otro lado, la bicicleta también transforma la experiencia individual del tiempo y del espacio. El ciclista no queda atrapado en embotellamientos ni sometido a la velocidad frenética de la modernidad; recupera el control de su desplazamiento. Al recorrer las calles en dos ruedas, la ciudad deja de ser una serie de obstáculos y se convierte en un territorio de exploración. La experiencia del viaje es tan importante como el destino mismo. Así, el ciclista habita la ciudad, observa sus detalles y encuentra pequeños oasis urbanos que pasan desapercibidos en otros medios de transporte.
Desde la dimensión cultural, la bicicleta ha trascendido sus orígenes industriales para convertirse en un símbolo de identidad. Para muchos, ser ciclista no es solo una práctica, sino una forma de vida. Se reivindican valores como la autonomía, la simplicidad y la sostenibilidad. La bicicleta es el estandarte de una modernidad alternativa que desafía el consumo desmedido y la dependencia tecnológica. A través de ella, se recuperan narrativas que promueven un futuro más equitativo y respetuoso con el planeta.
En conclusión, la bicicleta, con toda su simplicidad mecánica, ha adquirido un poder simbólico que resuena en diversas dimensiones sociales y antropológicas. Es una herramienta de movilidad, pero también un vehículo de cambio, de lucha y de comunidad. Cada ciclista, con su cuerpo y su bicicleta, es parte de una transformación silenciosa pero constante: un recordatorio de que existe una manera diferente de habitar el mundo, una más justa, inclusiva y humana.
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El sonido de los tubos
La Sinfonía de los Sueños: Los Jóvenes Organilleros de Avenida Tláhuac
En el corazón de la Avenida Tláhuac, donde la modernidad de los vagones del Metro se encuentra con la esencia ancestral de los barrios de origen lacustre, se escucha un sonido peculiar: el lamento melódico del organillo. Es un sonido que trasciende los límites del tiempo y resuena en los pliegues más profundos de la memoria colectiva. Quien lo escucha no permanece indiferente; hay en esas notas un llamado que evoca los mercados bulliciosos de antaño y las calles empedradas que aún conservan el eco de una ciudad que ya no existe.
Los jóvenes organilleros que transitan por esta avenida son figuras singulares, a la vez marginales y fundamentales. Portan en sus hombros una caja de madera gastada, pintada de amarillo, que parece fuera de lugar en un mundo dominado por pantallas digitales y audífonos inalámbricos. Sin embargo, es precisamente esta disonancia la que los convierte en un símbolo vivo de resistencia cultural. Mientras otros de su edad se sumergen en el bullicio de las redes sociales, ellos eligen recorrer las calles, sosteniendo en sus manos el mecanismo de una nostalgia que no les pertenece, pero que han hecho suya.
“Tocar el organillo es trabajo, pero también recuerda cosas bonitas a la gente”, explica uno de ellos mientras gira con destreza la manivela de su instrumento. La frase, sencilla en su enunciado, encierra una verdad más compleja: los organilleros no solo trabajan, sino que ofician como mediadores entre el presente y el pasado, entre las historias olvidadas y las vidas que todavía tienen algo que decir.
En sus manos, el organillo deja de ser una máquina musical para transformarse en un puente de emociones. Los dedos recorren la manivela con precisión, mientras la mirada se pierde en las expresiones de los transeúntes. Algunos ignoran el sonido, apresurados por las exigencias del día. Otros, sin embargo, se detienen un momento, como si ese sonido los obligara a reconciliarse con un fragmento perdido de sí mismos.
Hay algo profundamente poético en la juventud de quienes tocan este instrumento. En sus rostros aún no marcados por el tiempo, se encuentra un aire de serenidad que contrasta con la velocidad impaciente de la ciudad. Su oficio, aprendido de generaciones mayores, es una forma de herencia viva. Pero no es un legado pasivo; han comenzado a reinterpretar su papel, integrando canciones populares contemporáneas o compartiendo videos en redes sociales para conectar con nuevas audiencias.
El sonido del organillo en sus manos se convierte en una metáfora de su propio tránsito por la vida. Cada vuelta de la manivela, cada melodía repetida, representa no solo la persistencia de una tradición, sino también el giro incesante de sus propios sueños y aspiraciones. Al final del día, uno de ellos reflexiona: “Quiero estudiar música, pero esto me ayuda a entenderla de otra forma”.
Así, los jóvenes organilleros de Avenida Tláhuac no solo cargan el peso de sus instrumentos, sino también el de un pasado que resiste a desvanecerse. Al recorrer las calles con sus melodías a cuestas, parecen recordarnos que la tradición no es un ancla que inmoviliza, sino un timón que puede guiarnos hacia nuevos horizontes.
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El Abuso de Autoridad en la Ciudad de México: Una Problemática Persistente
El Abuso de Autoridad en la Ciudad de México: Una Problemática Persistente
En la Ciudad de México, el abuso de autoridad es un problema profundamente arraigado que afecta a miles de ciudadanos cada día. Este fenómeno se manifiesta en diversos niveles, desde las interacciones cotidianas con elementos de seguridad hasta decisiones administrativas que favorecen intereses particulares sobre el bienestar público. Cuando las autoridades, encargadas de proteger y servir a la población, utilizan su posición para beneficio personal o ejercen su poder de manera desproporcionada, se vulneran los derechos fundamentales y se perpetúa la desconfianza hacia las instituciones.
En esta ciudad, actos como detenciones arbitrarias, extorsiones por parte de policías, uso excesivo de la fuerza durante manifestaciones, y decisiones administrativas opacas son ejemplos cotidianos del abuso de autoridad. Sin embargo, lo más alarmante es la falta de regulación efectiva y castigo a los responsables. Aunque existen mecanismos legales para combatir estas prácticas, el sistema judicial, que debería ser garante de la justicia, con frecuencia se convierte en un escudo protector para quienes abusan del poder.
El poder judicial en la Ciudad de México enfrenta un desafío crucial: su aparente parcialidad y falta de independencia. En lugar de ser un ente que sancione a los responsables, a menudo actúa como cómplice pasivo de estos abusos. Las denuncias ciudadanas suelen ser ignoradas, archivadas o enfrentan trabas burocráticas interminables. En algunos casos, los denunciantes son revictimizados o intimidados, lo que refuerza la percepción de impunidad y desanima a otros ciudadanos a buscar justicia.
Por ejemplo, en casos de extorsión policial, las víctimas enfrentan no solo el miedo a represalias por parte de los agresores, sino también un sistema que pone en duda su palabra y minimiza la gravedad del acto. Esta falta de acción no solo perpetúa el abuso de autoridad, sino que envía un mensaje peligroso: quienes ostentan el poder pueden violar la ley sin consecuencias.
La solución a esta problemática en la Ciudad de México requiere un esfuerzo conjunto y coordinado para garantizar transparencia, fortalecer los mecanismos de supervisión interna de las instituciones públicas y crear un sistema de justicia verdaderamente independiente. Además, es imprescindible proteger a los ciudadanos que denuncian abusos, asegurando que sus voces sean escuchadas y que sus derechos sean resguardados.
Solo a través de un compromiso real por parte de las autoridades y la sociedad civil se podrá combatir el abuso de autoridad en la capital, reconstruir la confianza en las instituciones y garantizar un entorno más justo y seguro para todos.
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chicharrón preparado CDMX
La Bendición del Chicharrón Preparado
En el cruce de los sabores cotidianos y los rituales sencillos que alegran la vida, está el chicharrón preparado, esa obra de arte popular que no necesita mantel ni etiqueta, pero sí dos manos firmes y amor de quien sabe preparar con maestría lo que en otros sitios es apenas un antojo. Es, para quien lo prueba, una bendición terrenal, un milagro crocante que se deshace entre los labios, pero que antes deleita la vista con su montaña de ingredientes generosos.
Todo comienza en el puesto de lámina y madera, allá por las calles del pueblo de Tezonco, donde una mujer, de rostro curtido por el sol y el tiempo, se apodera del escenario con manos firmes y sabias. A sus cincuenta años, lleva en la mirada la confianza de quien ha alimentado a generaciones enteras. La escena se despliega sin prisas: un chicharrón del tamaño de una cometa es colocado sobre una bandeja de metal que apenas lo soporta. Es dorado, frágil, y bajo el sol resplandece como una promesa cumplida.
Con un cuchillo pequeño, la señora aplica movimientos rápidos, casi ceremoniales, y comienza a untar la crema con una precisión envidiable. La crema, densa y blanca, se esparce como una nube sobre la superficie rugosa. Luego vienen los cueritos, esa delicia gelatinosa y ácida que baila al ritmo de la salsa y el limón, colocados con cuidado sobre la crema. Le siguen las tiras de col fresca, crujiente y pálida, que equilibran el plato con su textura delicada, como si el verde fuera un pequeño respiro en medio del festín.
La mano vuelve a moverse, ahora cargada con jitomate cortado en rodajas, rojo y jugoso, que se acomoda sobre la col como si el tiempo se detuviera para admirar la escena. Y luego, el golpe maestro: las rodajas de aguacate, tersas y verdes, que se deshacen solo con mirarlas, colocadas como un regalo final, un tributo a la generosidad de la tierra.
La salsa no puede faltar: espesa, picosa, con el justo nivel de agresividad que hace sudar, pero que devuelve la vida. Un toque de limón cae en cascada y el chicharrón cobra vida, unificado, brillante. La señora extiende el brazo y te lo entrega con una sonrisa que no necesita palabras. “Provecho”, dice con esa voz que solo tienen las mujeres que llevan toda la vida sirviendo platillos que reconfortan el alma.
El primer bocado es un choque de texturas y sabores. La dureza del chicharrón cede ante la suavidad de la crema, el ácido de los cueritos se mezcla con la dulzura del jitomate, la frescura de la col abraza el aguacate, y la salsa, ardiente y perfecta, termina de sellar el pacto. Es una experiencia que te regresa a la tierra, a la raíz de lo auténtico, donde comer no es solo alimentar el cuerpo, sino también el espíritu.
Al terminar, mientras limpias los dedos y dejas el último suspiro en el papel, te das cuenta de que el verdadero lujo no está en las mesas finas ni en los menús interminables. Está aquí, en la sombra de un árbol de Tezonco, en las manos fuertes y cariñosas de quien conoce la receta de la felicidad: un chicharrón preparado, hecho con cariño, con tiempo y con la certeza de que lo simple puede ser divino.
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Los duendes navideños como rituales contemporáneos en espacios urbanos
Los duendes navideños como rituales contemporáneos en espacios urbanos
En el entramado social de la modernidad, donde los centros comerciales han emergido como espacios simbólicos de intercambio y convivencia, los duendes navideños representan un fenómeno cultural digno de análisis. Estas figuras, más que simples manifestaciones festivas, encarnan un ritual contemporáneo que conecta a las comunidades urbanas con narrativas ancestrales de celebración, unión y magia.
Los individuos que asumen estos roles no solo actúan como intérpretes, sino como agentes culturales que revitalizan tradiciones compartidas. Al vestir los trajes de duendes, entonar villancicos y montar representaciones teatrales, recrean un espacio liminal en el que las personas pueden escapar temporalmente de las tensiones cotidianas y experimentar una conexión simbólica con el imaginario colectivo navideño.
Desde una perspectiva funcionalista, su labor contribuye a reforzar el tejido social, promoviendo valores como la alegría, la generosidad y el sentido de comunidad. Cada actuación no es solo un acto de entretenimiento, sino una renovación del mito navideño, adaptado a las dinámicas urbanas y a las necesidades emocionales de quienes transitan por estos espacios.
En esencia, los duendes navideños en plazas y centros comerciales actúan como mediadores culturales, creando un puente entre las tradiciones inmateriales y los entornos contemporáneos de consumo. Sus cantos, obras y gestos no son solo performativos, sino que reflejan el deseo humano de ritualizar momentos significativos, reforzando el vínculo entre las personas y su contexto sociocultural.
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bajo tierra
El eco del silencio en un estacionamiento
Bajo la penumbra artificial del concreto, donde las luces frías cuelgan como astros apagados, el tiempo se detiene. El estacionamiento, ese no-lugar que respira sombra y ruido ausente, se vuelve un espejo de la vida moderna: pulso de máquinas dormidas y caminos sin horizonte.
Los autos, alineados como bestias domesticadas, aguardan en pausa. La luz, huidiza, se desliza por el suelo liso y convierte el pavimento en un río de reflejos metálicos. La piel del concreto es fría, pero en ella palpita el calor de historias detenidas, trayectos sin nombre, idas y venidas.
En primer plano, el manillar de una bicicleta irrumpe, casi como una transgresión. Una línea curva, oscura, se traza sobre el espacio rectilíneo y ordenado. El rojo de las empuñaduras —vivo, audaz— grita color en un universo de grises. Es la señal de la posibilidad, la huella de lo humano, un fragmento de libertad en el mundo del encierro.
Allá al fondo, pequeñas luces titilan: semáforos diminutos que guían hacia el olvido o hacia la salida. La profundidad del pasillo, marcada por sombras que se alargan, abre un horizonte sin fin. Cada pilar numerado, con su carácter geométrico, es un guardián del silencio; cada vehículo estacionado, una pausa en el viaje.
Pero el vacío no es ausencia: es plenitud en potencia. Aquí, donde reina la espera, el mundo late sin que nadie lo mire. La bicicleta, como testigo callado, parece preguntar: ¿hacia dónde? No hay respuesta, solo la certeza de que el andar humano —esa búsqueda constante— también necesita detenerse, respirar y encontrar su reflejo en un rincón sin tiempo.
Es el estacionamiento: cueva moderna, capilla del movimiento estático. En su suelo pulido, las huellas del mundo se reflejan y desaparecen. Es aquí donde la vida, al detenerse, se revela por completo.
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