bajo tierra
01/12/2024
El eco del silencio en un estacionamiento
Bajo la penumbra artificial del concreto, donde las luces frías cuelgan como astros apagados, el tiempo se detiene. El estacionamiento, ese no-lugar que respira sombra y ruido ausente, se vuelve un espejo de la vida moderna: pulso de máquinas dormidas y caminos sin horizonte.
Los autos, alineados como bestias domesticadas, aguardan en pausa. La luz, huidiza, se desliza por el suelo liso y convierte el pavimento en un río de reflejos metálicos. La piel del concreto es fría, pero en ella palpita el calor de historias detenidas, trayectos sin nombre, idas y venidas.
En primer plano, el manillar de una bicicleta irrumpe, casi como una transgresión. Una línea curva, oscura, se traza sobre el espacio rectilíneo y ordenado. El rojo de las empuñaduras —vivo, audaz— grita color en un universo de grises. Es la señal de la posibilidad, la huella de lo humano, un fragmento de libertad en el mundo del encierro.
Allá al fondo, pequeñas luces titilan: semáforos diminutos que guían hacia el olvido o hacia la salida. La profundidad del pasillo, marcada por sombras que se alargan, abre un horizonte sin fin. Cada pilar numerado, con su carácter geométrico, es un guardián del silencio; cada vehículo estacionado, una pausa en el viaje.
Pero el vacío no es ausencia: es plenitud en potencia. Aquí, donde reina la espera, el mundo late sin que nadie lo mire. La bicicleta, como testigo callado, parece preguntar: ¿hacia dónde? No hay respuesta, solo la certeza de que el andar humano —esa búsqueda constante— también necesita detenerse, respirar y encontrar su reflejo en un rincón sin tiempo.
Es el estacionamiento: cueva moderna, capilla del movimiento estático. En su suelo pulido, las huellas del mundo se reflejan y desaparecen. Es aquí donde la vida, al detenerse, se revela por completo.